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Por Claudio Fantini. Se abrieron paso lanzando dinamita y entraron por la fuerza al ministerio, mientras ocho funcionarios huían despavoridos por los techos. Ocurrió el año pasado, cuando los mineros de Potosí, el arcón de la plata del virreinato, enfrentaron a Evo Morales. En ese momento, le exigían que cumpla su promesa de construir un aeropuerto, hospitales y una central hidroeléctrica.
Por aquel entonces el presidente terminó de entender lo que, con masivas protestas, habían empezado a explicarle los pueblos originarios de la región amazónica: no le basta su pasado en el sindicalismo cocalero, su raza indígena y su filiación izquierdista para evitar las embestidas obreras.
Ahora, está padeciendo nuevamente al más agresivo de los sectores productivos: el minero. La violencia de sus protestas muestra a los obreros como el equivalente boliviano de lo que fueron los camioneros estadounidenses de la década de 1970, cuando los lideraba el duro y mafioso Jimmy Hoffa.
Pero esta vez, para Evo Morales es un golpe devastador, porque asesinaron a palos al viceministro del Interior, Rodolfo Illanes. El funcionario arriesgó el pellejo al encaminarse a Cochabamba para negociar personalmente con los líderes de los violentos piquetes.
Su coraje heroico y la bestialidad de quienes debían ser sus interlocutores, pero que en realidad fueron sus verdugos, demostró que la violencia, defendida por el propio Evo en luchas contra gobiernos anteriores, como fue la “guerra del gas”, no debe ser aceptada bajo ningún concepto.
Es cierto que la represión ya había matado a tres mineros cuando lincharon al viceministro. Pero eso no le resta cobardía criminal al crimen. En definitiva, pudieron responder a las balas policiales lanzando más cartuchos de dinamita a los muchos ya lanzados.
En esta compulsa en la que las cooperativas de mineros artesanales, conducidas por obreros que se volvieron patrones tanto o más explotadores que los “empresarios capitalistas”, el gobierno de Evo Morales tiene la porción mayor de la razón.
También tuvo la mesura de ordenar a la Policía que no use balas de plomo, límite violado por algunos agentes. Pero más allá de su razón y su mesura en este caso, repitió el eterno vicio ideológico de atribuir todas las desgracias a conspiraciones en su contra. A la protesta que en 2015 hizo que ocho ministros escaparan por los techos de un ministerio, la adjudicó a un complot del gobierno chileno.
A esta feroz batalla que le plantea un sector que forma parte de su alianza gubernamental y ocupa escaños del oficialismo en el Congreso, se la adjudica, cuándo no, a una conspiración derechista.