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Por Claudio Fantini. La corrupción que hizo gangrena en la política de Brasil es una de las causas del fenómeno Jair Bolsonaro, que obtuvo un contundente triunfo y será presidente la principal economía de América del Sur. Esa causa es importante, pero no la principal. Como en los demás países de la región, con excepción de Uruguay y Chile, la corrupción en Brasil generó una indignación acorde a sus dimensiones, sólo cuando la recesión golpeó fuertemente el bolsillo de los brasileños.
Pero los factores que más propulsaron el crecimiento de un político que llevaba 30 años vegetando en las preferencias minoritarias del electorado, son la violencia y el rechazo visceral a las diversidades raciales y sexuales. Repasemos las razones del triunfo y lo que puede venir.
El crecimiento de la violencia delictiva y la protagónica exposición de los reclamos de las organizaciones feministas y agrupaciones gay, alimentaron un desprecio recalcitrante y agresivo, hasta que apareció Bolsonaro y ganó la primera vuelta levantando banderas de odio al feminismo y la homosexualidad.
También reivindicó la tortura y la masacre en la lucha contra el delito, lo que conquistó a vastos sectores de la sociedad aterrorizados por la violencia y crecimiento de la delincuencia criminal.
A pesar de que la Justicia y los gobiernos federal y estaduales de Brasil no padecieron la hegemonía del abolicionismo lunático que Eugenio Zaffaroni pudo inocular en el sistema judicial argentino, gracias al progresismo impostado de Cristina Fernández de Kirchner, el desenfreno de la delincuencia acrecentado en tres años de recesión, hizo que el miedo empujara a franjas de la sociedad brasileña a buscar refugio en el autoritarismo.
Al desprecio a la corrupción y delincuencia, se unió el rechazo a ciertas minorías. Brasil se suma a la ola de caudillismo autoritario que recorre el mundo
El autoritarismo llevó a la presidencia personajes como Rodrigo Duterte, el criminal confeso que manda en Filipinas; Viktor Orbán, el exponente del racismo magiar que gobierna en Hungría, y Matteo Salvini, el ultraderechista que maneja el poder en Italia desde el Ministerio del Interior, entre tantos otros.
El triunfo de Bolsonaro se completa también con la colección de mezquindades, negligencias y mediocridades que expusieron los partidos derrotados.
Cuando la esposa de Fernando Haddad levantó la remera de La Cámpora en el acto que encabezaba su marido en San Pablo, mostró la obtusa negligencia que forma parte de la explicación de por qué pudo ganar en Brasil el portador de un discurso tan aberrante como Bolsonaro.
Anna Estela y el kirchnerista argentino que le alcanzó esa camiseta con el nombre de una agrupación sectaria, ingresaron a la historia universal de la estupidez por hacer algo que sólo podía sumarle votos al candidato ultraderechista.
Es obvio que ningún brasileño con consciencia del peligro que implica Bolsonaro, decidiría apoyar a Haddad porque su esposa simpatice con Cristina Kirchner y su fanática agrupación juvenil. En cambio, muchos moderados que desprecian al PT, pero entienden el grave peligro de convertir en presidente al portador de un discurso cargado de odio y violencia, pueden haber visto en ese gesto una gota más en el vaso que se derramaría sobre la abstinencia y el voto en blanco.
Todas las fuerzas que, aún siendo parte de una partidocracia mediocre y corrompida, representaban el mal menor ante la alternativa ofrecida por un candidato con incontinencia barbárica, especularon de manera irresponsable con la lógica del voto desesperado. O sea, la apuesta a quién en la segunda vuelta, vencería a Bolsonaro porque se impondría el voto en defensa propia.
Un discurso que promete alentar desde la presidencia la violencia política, racial, sexual y social, imponía tener grandeza a los demás candidatos. Pero no la tuvieron. El principal acto de grandeza implicaba unir fuerzas en un frente de salvación democrática que bajara las banderas partidarias y postulara la defensa de la división de poderes, las libertades públicas y la Constitución.
La mezquindad y la mediocridad allanaron el camino al crecimiento de Bolsonaro. En el triunfo ultraderechista que lo dejó –en primera vuelta- a milímetros del Planalto, hubo un aporte de Lula. En lugar de priorizar una alianza democrática contra el discurso antidemocrático, racista y violento, postuló a un académico rechazado por el ala sindical de su partido y, como si fuera poco, le puso como candidata a vice a la titular del Partido Comunista.
Las usinas de Bolsonaro no habrán podido creer que el líder del PT les facilitara tanto las cosas. En la cárcel, Lula tomó las decisiones que no podían sino espantar clase media y ahuyentar moderados.
Debió corregir el error en la campaña del ballotage. ¿Cómo? Dejando claro (muy pero muy claro) que la prioridad era conjurar el riesgo de llevar Brasil hacia un extremismo que podría generar violencia política desenfrenada. Y dejando muy pero muy en claro que, de imponerse en la segunda vuelta, Haddad gobernaría con los demás partidos democráticos, sin obstaculizar el Lava Jato y sin caer en las tentaciones hegemónicas en las que cayó el PT generando el rechazo que fortaleció a Bolsonaro.
Por negligencia y falta de estatura histórica, ni Lula ni su candidato hicieron lo que debían hacer. Tampoco hubo grandeza en otros exponentes del campo democrático. Incluido Fernando Henrique Cardoso, quien siendo el mayor estadista y el más lúcido intelectual de la política brasileña, se limitó a balbucear que la sensatez en la segunda vuelta estaba en el voto por Haddad.
Bolsonaro asumirá el 1° de enero próximo. El mundo, y Argentina en particular, lo estarán observando.