Por Juan Turello. Por momentos, Argentina suele estar aislada del resto del mundo en...
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Por Claudio Fantini. En la movilización del domingo, con poco más de 800 mil manifestantes, hubo menos gente que en la anterior, que había superado largamente el millón de personas. Pero la situación es más preocupante para el gobierno del PT.
Las multitudes en las calles y las últimas encuestas muestran que la disconformidad ha crecido más allá de la adusta figura de la presidenta Dilma Rousseff.
Las pancartas evidencian que el enojo social alcanza de lleno a Lula, hasta hace poco todavía cómodamente situado más allá del bien y del mal.
El carismático ex presidente, cuya imagen se había mantenido a flote en el escándalo bautizado mensalao, que puso entre rejas a su mano derecha José Dirceu y a buena parte de la cúpula petista, sufre esta vez el impacto del petrolao, la cartetilización organizada desde el poder político con un grupo de grandes empresas, que se adueñaron de las licitaciones de la empresas Petrobras.
Que las multitudes del domingo llevaran gigantescos muñecos de Lula con traje a rayas golpeó duramente la moral del votante de izquierda. Está claro que la corrupción no es en Brasil un invento del PT y que la mancha del “petrolao”, como la del “mensalao”, ensucia a todos los partidos asociados al de Lula.
El problema es que el PT nació en la década de 1980 y se fortaleció en los ’90 como promesa de ética incorruptible al servicio de los trabajadores y los pobres. Por eso, golpeó la moral de la amplias capas de la sociedad brasileña descubrir los vínculos entre el gobierno del PT y empresas poderosísimas, como Odebrecht, para repartirse miles de millones de la empresa petrolera estatal.
Ningún partido saca ventaja de este sismo político, pero por primera vez flota una sensación de fin de ciclo. Sucede que el ajuste emprendido por la presidenta -con su ortodoxo ministro de Economía, Joaquim Levy– deja a la vista el agotamiento del modelo consumista hacia el cual se desvió Lula en la segunda mitad de su segundo mandato, y ejerció Dilma desde que lo sucedió en el poder.
No obstante, lo más significativo es lo que Brasil está enseñando a la región y, particularmente, a la Argentina: el Poder Judicial es verdaderamente independiente o al menos tiene un margen de independencia impensable en aquí.
El país que ya había impuesto un juicio político por corrupción sacando del poder a un presidente millonario y neoliberal, Fernando Collor de Mello, en el “mensalao” encarceló a poderosos caciques políticos y ahora, en el “petrolao”, encarcela a los dueños de las empresas más poderosas del país, mientras las investigaciones avanzan -sin que mueran fiscales ni remuevan jueces- hacia la cabeza del poder político, incluido el prócer viviente de la izquierda: Lula da Silva.
Hasta aquí, el pedido de juicio político a Dilma que hacen los manifestantes y cierta dirigencia ultraconservadora parece una exageración sin fundamento. Pero esa exageración motivada por intencionalidades políticas está en la calle, no en el accionar del juez Sergio Moro, cuyo equilibrio, de momento, está fuera de dudas y de sospechas.