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Por Claudio Fantini. Un curioso interrogante sobrevuela a la Argentina: ¿Cristina Kirchner va a ir presa? La pregunta lógica sería si la ex presidenta va a ser, o no, declarada culpable. Sin embargo, el interrogante recorre el país, pasa por encima de su culpabilidad o inocencia, para plantear directamente la duda sobre si pagará o no en la cárcel por los delitos que cometió. Ergo, su culpabilidad se da por descontada.
La misma pregunta se hacen quienes no creen en la culpabilidad de la mujer a la que tienen por líder. El razonamiento del kirchnerismo es que el proceso contra Cristina Kirchner responde a un plan de demolición de la imagen de Néstor Kirchner y de su viuda y sucesora.
El presidente ecuatoriano Rafael Correa sostuvo este fin de semana que el acoso judicial sobre Lula da Silva y sobre Cristina Kirchner usa la corrupción como coartada para perseguir y castigar a los gobiernos que defendieron los intereses del pueblo, enfrentando oligarquías y corporaciones del poder concentrado.
Esas oligarquías y poderes concentrados serían, precisamente, los que manejan a los fiscales y jueces que llevan adelante procesos judiciales contra los ex presidentes de Brasil y la Argentina. En esto creen, firmemente, los partidarios de Cristina Kirchner. Sin embargo, la afirmación de Correa lleva a la vista su falacia. Y la falacia está en la inmensa diferencia entre los casos de Lula y Cristina.
Nada hay en común entre un caso y el otro. En Brasil funcionó un sistema de financiación ilegal de la política a partir de la empresa estatal Petrobras. El origen se remonta prácticamente hasta el gobierno de transición que encabezó José Sarney, creciendo y consolidándose en cada uno de los gobiernos posteriores.
«En la Argentina, el aparato de corrupción funcionó para el enriquecimiento personal del matrimonio Kirchner y de un pequeño grupo de funcionarios y empresarios».
Ni Lula ni su sucesora denunciaron y desmontaron ese esquema, pero no fueron sus creadores ni sus exclusivos beneficiarios. Todos los partidos recibían sobornos de Petrobras y ninguno denunció ese mecanismo de financiación ilegal de la política. Fue el sistema judicial el que arremetió con la corrupción política sistémica, de modo similar a como lo hizo la Justicia italiana en tiempos del juez Antonio di Pietro y el proceso “manos limpias”, que puso a toda una generación de dirigentes.
Dilma Rousseff ni siquiera está acusada de haber recibido sobornos y el juicio político que la destituyó fue impulsado por legisladores de casi todos los partidos políticos, incluidos los de la vasta coalición que encabezaba el PT, precisamente porque la presidenta no hacía nada detener la ofensiva judicial.
Si Lula se benefició personalmente o no, es algo que está por verse. Pero aún en ese caso, no existe relación el caso brasileño y el que pone a Cristina Kirchner, quien está cada vez más cerca del procesamiento.
En la Argentina el aparato de corrupción funcionó para el enriquecimiento personal del matrimonio Kirchner y de un pequeño grupo de funcionarios y empresarios, que integraron el sistema diseñado y montado por Néstor Kirchner para desviar fondos públicos a sus propias arcas.
A Cristina Kirchner le conviene que equiparen su caso al de Lula y Dilma, pero son totalmente distintos. En la corrupción kirchnerista, la multiplicación de la fortuna familiar que exponen las declaraciones juradas prueba, por sí sola, un proceso de enriquecimiento ilícito. Y prueba que no financiaba la política ni llegaba a otros partidos, sino que favorecía exclusivamente a los Kirchner y a sus socios.