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Por Claudio Fantini. Cuando Dilma Rousseff exigió a Obama que explique el espionaje norteamericano, que pidiera disculpas y que hiciera ambas cosas por escrito en una semana, sabía que el jefe de la Casa Blanca no podría cumplir con tales exigencias.
Por eso, es posible inferir que la intención de la presidenta brasileña era lo que anunció días después: la suspensión de la visita de Estado que realizaría a Washington en octubre.
Para el gobierno de los Estados Unidos, el desplante de Rousseff tiene que ver con política interna de Brasil. Por cierto que la beneficia. Detiene la caída de popularidad que venía verificando en las encuestas desde las masivas y sorpresivas protestas contra los servicios públicos y el costo del Mundial de Fútbol. Y revertir esa tendencia era imperioso para las elecciones presidenciales del año próximo.
No obstante, si siguiera en las cumbres de popularidad que alcanzó en su mejor momento, o si no hubiera comicios tan cercanos, es posible que la presidenta hubiera actuado del mismo modo. Dos cuestiones sobre el tema:
1 No es fácil posponer una visita como la que Brasil había acordado con Estados Unidos tras un largo esfuerzo de Itamaratí, su célebre cancillería. Muy pocos presidentes logran de Washington la categoría de visita de Estado, lo que implica un tratamiento especialísimo y sumamente distinguido en materia de ceremonial y protocolo, que incluye una cena de gala en la Casa Blanca.
Uno de los objetivos brasileños en la relación con Estados Unidos es conseguir el apoyo norteamericano para su aspiración de ocupar un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU.
2 La entrevista, programada para el 23 de octubre, despertaba una inmensa expectativa en muchas grandes empresas brasileñas que tienen importantes inversiones en Estados Unidos. Sin embargo, ninguno de esos empresarios salió a criticar el fuerte desplante de la presidenta, que incluyó la suspensión de la esperada cumbre.
Sucede que ya no es algo personal, sino una marca política de Brasil. Cuando años atrás Washington exigió visa a los brasileños que quieran visitar Estados Unidos, Brasil respondió inmediatamente aplicando el visado a los norteamericanos.
Y está claro que la indignación de Brasil es justa. La revelación de que la inteligencia norteamericana espió en Brasil a muchas empresas, incluida Petrobras, y a la mismísima presidenta, constituye un escándalo inmenso. No sólo porque ese tipo de espionaje es una práctica de estados forajidos, sino por la negligencia de incluir entre los observados a gobiernos que no son precisamente el norcoreano o el sudanés.
México y Colombia, cuyas empresas y presidentes (Juan Manuel Santos y Enrique Peña Nieto, respectivamente) también sufrieron el descabellado espionaje norteamericano, decidieron canalizar sus enérgicas protesta por discretos canales diplomáticos. Pues bien, es más digno y acorde a la circunstancia el estallido público de indignación brasileña.
Dilma Rousseff le muestra el mundo la decisión de su país de imponer respeto y no dejarse avasallar por una tropelía absurda y negligente como la cometida por la NSA (Agencia Nacional de Seguridad, que perpetró el acto de espionaje). Pero cuidó de no estropear el objetivo brasileño de tener una relación estratégica con Estados Unidos. Por eso no anuló la visita oficial, sino que la pospuso la cantidad de meses suficientes como para que Obama pueda dar la explicación que no tuvo en su encuentro de 40 minutos con Dilma en la cumbre del G-20 en San Petersburgo. ●
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