Por Juan Turello. Por momentos, Argentina suele estar aislada del resto del mundo en...
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Por Claudio Fantini. No es una elección más. Por eso hay una atmósfera densa, cargada de presagios inquietantes. Todo resulta extraño. El aluvión de votos anticipados evidencia que en las urnas de este martes 3 de noviembre se juega mucho más que la política impositiva o el modelo económico de Estados Unidos. ¿Gana Donald Trump? ¿Gana Joe Biden?
La institucionalidad es la que está en juego. Siglos de un sistema que coloca a las instituciones por encima del líder, podrían acelerar su dilución a la sombra de un liderazgo inconcebible. Un liderazgo que se pone al margen de las reglas y vence las leyes de la gravedad de la política. Repasemos de qué se trata.
La anormalidad de lo que se juega en estas elecciones explica el fenómeno Biden: que un candidato sin demasiadas luces, carisma y profundidad, tenga chances de convertirse en presidente.
Si las urnas consagran a la fórmula demócrata, más que un triunfo de Biden, será una derrota del actual presidente. En realidad, los votos se dividen a favor de Trump o en contra de Trump.
El mayor mérito de Biden es no ser Trump. Con eso basta para simbolizar todo lo que pone en peligro el magnate neoyorquino.
A Biden le alcanza con no irradiar egolatría y soberbia; con no insultar ni hacer bullyng; con tener un carácter sereno, un porte discreto y una sonrisa amigable.
Esta figura contrasta con la grandilocuencia escénica y la sonrisa socarrona y triunfalista del hombre al que enfrenta en esta instancia crucial.
El ex vicepresidente de Obama no tuvo profundidad discursiva ni supo explicar la cuestión medular de esta contienda. Quienes lo voten, no votarán por él, sino contra Trump.
Votarán contra de lo que el actual jefe de la Casa Blanca tiene en común con líderes populistas de izquierda y de derecha: gobernar como un agitador permanente; dividir la sociedad; demonizar al adversario; usar un discurso extremo y convertir el Estado y la política en escenarios donde se despliegan un histrionismo agresivo y supremacista.
Habiendo leído o no al jurista alemán Carl Schmitt o a quienes reciclaron su pensamiento en las últimas décadas, como Ernesto Laclau en su libro La Razón Populista, el presidente supo “legitimar la rabia”, en su caso dando voz a la América ultraconservadora.
Ese fervor “trumpista” creció por la conquista de la Corte Suprema y cientos de juzgados y cortes estaduales mediante el nombramiento de jueces “originalistas” y de otras variantes de conservadurismo extremo.
Contra Trump votarán los que entienden que el Estado de derecho se basa en equilibrios, no en descompensaciones. Y quienes sienten asfixiante la atmósfera que impone el personalismo exuberante. Los que consideran que el sistema funciona cuando en la presidencia hay un “mandatario”, no un monarca omnipresente.
Pero lo que ocurra a partir del martes es una incógnita.
Es posible que el “voto oculto” barra lo vaticinado por las encuestas. Y existen riesgos inquietantes: por caso, que la paridad en el voto ciudadano derive en un empate en el Colegio Electoral o, peor aún, que si pierde Trump no reconozca el resultado.
El empate en el Colegio Electoral tiene antecedentes: Thomas Jefferson en 1800 y John Quincy Adams en 1824 fueron consagrados por la Cámara de Representantes, como establece la Constitución en caso de tablas entre los electores.
El antecedente sobre desconocimiento de un resultado, resulta más inquietante: los estados sureños no reconocieron el triunfo de Abraham Lincoln sobre sus tres contrincantes en 1860.
Fue el comienzo de la crisis que desembocó en la Guerra de Secesión.