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Por Héctor Cometto. “Yo vendo un producto llamado fútbol”, declaraba Joao Havelange, entonces presidente de la FIFA, la multinacional que factura más que las principales megaempresas del mundo. Y agregaba: “La polémica es una parte esencial de ese producto”.
Las decisiones de los árbitros son componentes principales de ese mercado, junto con los jugadores transgresores, técnicos que impactan, dirigentes que vociferan, periodistas que actúan, en definitiva, «los que miden» en el minuto a minuto, como se dice hoy en la jerga televisiva.
«El fútbol argentino es histérico, tramposo y ventajero«, apuntaba el «Tata» Martino. Y agreguemos la definición de Dante Panzeri: «El fútbol es la muestra gratis de un país». En consecuencia, encontramos el clímax en la Argentina.
Y si Boca es protagonista, más el Belgrano de los milagros, la historia no tiene fin, las repercusiones no terminan hasta que llegue el próximo alto impacto. Las polémicas equivocaciones de Maglio y Scime fueron graves e intolerables en árbitros de élite.
No tan graves, pero también desequilibrantes, fueron algunos fallos del mismo Maglio en River-Instituto, que se jugó en el Monumental.
Javier Castrilli denunció en su momento que Jorge Romo (el hombre de Julio Grondona para dirigir los árbitros, que nunca fue árbitro) les marcó que «miraran las camisetas», teniendo en cuenta a los grandes. Y la diferencia grande-chico es una coordenada de la injusticia, que si se cruza con capital-interior, la profundiza.
El cuadro de la sospecha se agiganta con el manejo discrecional del poder (Grondona) sobre la justicia. Justicia (árbitros) y economía (deudas, ingresos por TV) son los ejes de su asentamiento eterno.
Se reduciría el margen de error si la capacidad fuera la principal cualidad en consideración, si no se corriera la venda a la bendita señora justicia en algunas jugadas, si no hubiera programas y libros berretas sobre el tema, si se buscara que la pelota sea neutral. Se hablaría menos, se jugaría más. Y el fútbol sería un mejor producto. ●