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Por Claudio Fantini. El mundo lleva 25 años intentando interpretar lo que significó la caída del Muro de Berlín. Una de las lecturas menos frecuentes sobre su significación, podría ser la más reveladora: fue principalmente el derrumbe del absurdo y el renacer del individuo.
El absurdo es uno de los rasgos esenciales del totalitarismo. Por eso sus mejores retratos se hicieron en la literatura. La novela El Proceso, de Franz Kafka, fue la primera gran descripción del totalitarismo, precisamente porque muestra el extravío de toda lógica en el laberinto de la burocracia que rige toda la vida de las personas.
Otro de los grades retratos del totalitarismo fue 1984, la novela en la que George Orwell describe, también por la vía del absurdo, la vida en el sistema en que el Estado totaliza el control sobre la sociedad.
❝El gigantesco paredón que dividió Berlín era, antes que nada, una señal del absurdo que caracteriza al totalitarismo❞.
Pues bien, el gigantesco paredón que dividió Berlín era, antes que nada, una señal del absurdo que caracteriza al totalitarismo. Pretender que un muro ataje el instinto de libertad humana y plantear desde la propaganda que la función de esa barrera demencial es la defensa de la igualdad y de la justicia, es sencillamente tan absurdo como las tribulaciones judiciales de Joseph K en la metáfora kafkiana y la reinvención de la historia que hacía Winston Smith en el Ministerio de la Verdad de la ficción orwelliana.
El otro rasgo esencial del Estado totalitario era la disolución del individuo en el sistema. Por eso desaparecía el derecho individual de las personas en el magma de un supuesto derecho superior: el de la raza, en el totalitarismo nazi; el de las clases, en el totalitarismo marxista.
Por eso la caída del Muro de Berlín simbolizó la recuperación del individuo por parte de personas que nacieron, o crecieron, o envejecieron en un sistema que tomaba las decisiones en nombre de ellos.
En muchos otros países donde cayó el comunismo, el poder que sobrevino continuó siendo despótico. Pero no en Alemania, donde la preexistente República Federal que surgió de las ruinas del Tercer Reich, devolvió a los ciudadanos de la evaporada RDA el derecho a ser artífices de sí mismos. Un derecho que no es fácil asumir y, para algunos, pesa como una carga insoportable, pero que es esencial a la dignidad humana.
Ser libre es asumir el riesgo de ser uno mismo. Ésa fue una de las lecciones más reveladoras que dejó la caída del último totalitarismo europeo.
Lo que vino después refutó teorías como las que auguraban el final del Estado en la sociedad de mercado y la muerte de todo autoritarismo a manos del libre-mercadismo.
En rigor, la historia sólo terminó en las páginas del libro de Francis Fukuyama.■