Por Claudio Fantini. Tras el repudiable fallido ataque contra Cristina Kirchner, resulta desolador que hubiera en el país muchos lanzando el dedo acusador y apuntando su furia a destinatarios con nombre y apellido, mientras, otros hablaban de “montaje” y “pantomima” para victimizar a la vicepresidenta. Como si no se dieran cuenta que el momento actual exige otra actitud.
Luis D´Elía, quien presentó una “lista negra” de supuestos instigadores del intento de magnicidio, fue uno de los tantos exponentes de la insensatez oficialista.
También los hubo lado opositor, al afirmar que todo era una escenificación, cuando se necesitaban mensajes y reflexiones llamando al equilibrio y la moderación.
El momento reclamaba una postal, como la de Raúl Alfonsín con Antonio Cafiero, en aquella Pascua ensombrecida por los carapintadas,
Alberto Fernández prefirió aparecer solo para hablar del dramático momento.
Al filo de la medianoche, Alberto Fernández habló en un tono adecuado al país, que quedó asomado a un oscuro abismo.
Pero su error fue señalar la infección de violencia verbal y gestual solo de un sector de la grieta, como si en el borde propio no hubiese también artillería cargada de aborrecimiento por “el otro”.
Es necesario entender que la crítica y los cuestionamientos son imprescindibles en la democracia, pero deben transitar por argumentaciones y explicación, no por insultos y adjetivaciones descalificadoras.
Pero también hubo reacciones racionales y sensatas. La escritora Claudia Piñeiro escribió en las redes, con lucidez y honestidad intelectual, que “deberíamos reflexionar cada uno y cada una acerca de si, con alguna actitud fomentamos el odio, aun sin pretenderlo, y modificar eso”.
El ejemplo más elocuente de los magnicidios que pueden desatar devastaciones es el asesinato en Sarajevo del archiduque austro-húngaro Francisco Fernando, que derivó en la Primera Guerra Mundial.
Si la pistola situada a pocos centímetros del rostro de la vicepresidenta argentina hubiera disparado la bala que no llegó a la recámara, el país se hubiera hundido durante décadas en la violencia política.
La historia muestra también que los intentos de magnicidio favorecen a quien anhela destruir el aspirante a magnicida.
Quien envenenó al líder antiruso Víktor Yúshenko multiplicó el caudal de votos que lo convirtió en presidente de Ucrania en 2005.
El lunático que apuñaló a Jair Bolsonaro, en un acto electoral en Minas Gerais, hizo que el líder ultraderechista perdiera sangre, pero ganara montañas de votos para llegar a la presidencia de Brasil.
El fallido magnicidio de Recoleta le hizo un favor político inmenso a Cristina Kirchner, a quien ahora la envuelve la solidaridad social, en un momento en el que necesitaba precisamente eso.
¿Todo fue un montaje para beneficiar a Cristina? No. Esa es una afirmación que sólo exhibe irresponsabilidad y negligencia, cuando aún no se sabe con certeza los móviles y características del atentado.
Los argentinos llevan años naturalizando en el país una retórica de desprecio político y social.
Los discursos cargados de adjetivos de grueso calibre para destruir la imagen del “enemigo” político, llevan tiempo siendo el modo operativo de dirigentes y formadores de opinión.
Los pocos centímetros entre la pistola magnicida y el rostro de la vicepresidenta muestra la distancia entre la violencia verbal y la violencia política, que puede hacer correr ríos de sangre.